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17 sept 2010

Trotsky: la revolución latinoamericana a la luz del Marxismo


En enero de 1937 León Trotsky desembarcó junto con su compañera Natalia Sedova en el puerto petrolero de Tampico, en tierra mexicana. Ocho años antes había sido expulsado de la Unión Soviética, luego de que el stalinismo consolidase su poder y el termidor soviético cerrase definitivamente el ciclo abierto por la Revolución de Octubre. En esos años que median entre la partida desde su confinación en Alma Ata, junto a la frontera china, y la llegada a México, Trotsky había encontrado refugio en las isla turca de Prinkipo, residió en Francia, de donde fue deportado y luego en Noruega, cuyo gobierno “socialista”, presionado por la burocracia del Kremlin, su principal socio comercial, lo alejó de Europa en dirección a América Latina. Cincuenta países le habían negado asilo político. 

El recién llegado traía tras de sí un historia estrechamente ligada a los más trascendentes acontecimientos de las primeras décadas del siglo XX. Copresidente del Soviet de Petersburgo en 1905 y animador principal de la primera de las revoluciones contra el régimen zarista; dirigente junto con Lenin de la Revolución de Octubre; titular, primero del Comisariado de Relaciones Exteriores, desde donde negoció con Alemania el acuerdo de paz de Brest-Litovsk, y luego del Comisariado de la Guerra; organizador del Ejército Rojo a cuyo frente logró la victoria contra los ejércitos blancos de la contrarrevolución y las fuerzas invasoras extranjeras; opositor a Stalin y la burocracia, contra quienes libró una desigual batalla hasta que la derrota de la oposición conjunta que integró junto a Zinóviev y Kámenev, selló la suerte de la revolución… Trotsky, además de su singular elocuencia como propagandista y agitador, fue una de las plumas políticas más brillantes de su época. Resultados y Perspectivas, 1905, la magnífica Historia de la Revolución Rusa, La Revolución Traicionada, Literatura y Revolución, Su moral y la nuestra, entre otras obras, integran las páginas más notables de la política y la teoría, la literatura y la cultura marxista.

La clase obrera y las tareas nacional-democráticas

En México, su último y definitivo destino, la revolución democrática iniciada casi tres décadas atrás había cobrado nuevo impulso bajo el gobierno del general Lázaro Cárdenas. Las insurrecciones agrarias y la guerra civil habían puesto fin en 1910 al régimen del general Porfirio Díaz, expresión de una sociedad caracterizada por la formidable concentración de la tierra en poder de un reducido grupo de terratenientes nativos y compañías extranjeras, aliados al capital estadounidense y británico, radicado en la explotación de la minería y el petróleo. En contraste con este polo de prosperidad, riqueza y poder, una inmensa masa campesina, sometida a las más brutales condiciones de servidumbre, sobrevivía en la más completa miseria y desamparo. El México que conoció Trotsky era un típico país semicolonial, signado por un dualismo característico: focos de civilización construidos en torno a puertos, telégrafos, ferrocarriles, etc, necesarios para la incorporación de la economía nativa al mercado mundial, y una inmensa periferia agraria donde el capitalismo revelaba un carácter atrasado y fragmentado. En 1937 los problemas irresueltos de la revolución, habían sido puestos nuevamente en el orden del día por el cardenismo. 



En marzo de 1938 el gobierno mexicano nacionalizó las empresas petroleras, propiedad de capitales estadounidenses y británicos. El año anterior había hecho lo mismo con la red ferroviaria, poniendo en evidencia la naturaleza nacional-democrática del proceso de transformaciones en marcha. En junio de ese año bajo el título “México y el Imperialismo Británico”, Trotsky escribió un artículo señalando que la lucha por la independencia nacional, tanto en el plano político como en el económico, encerraba el significado profundo de la etapa revolucionaria en el país azteca. A su juicio, México, bajo el gobierno de Cárdenas, estaba realizado la tarea histórica que en los siglos XVIII y XIX había desarrollado Estados Unidos durante las guerras de la independencia y por la abolición de la esclavitud y la unidad nacional. Al igual que en el país del norte, en México la revolución estaba limpiando el terreno para un desarrollo de la sociedad burguesa, democrático e independiente. En septiembre de ese mismo año destacó que en este caso los problemas democráticos revestían un carácter progresivo y revolucionario. Aclaraba que el término democracia difería sustancialmente en cuanto a su contenido, si se lo pronunciaba en un país atrasado y dependiente o, si por el contrario, se lo nombraba en una nación imperialista. Quién fuera junto con Lenin jefe de la Revolución de Octubre, advertía que mientras en la periferia colonial y semicolonial el concepto de democracia aludía a tareas de contenido emancipador, en las metrópolis ese mismo término significaba la preservación del orden existente, sobre todo el dominio sobre las colonias. “En estos países las banderas de la democracia ocultan la hegemonía imperialista de la minoría privilegiada sobre la mayoría oprimida”, escribió.

La revolución permanente en las semicolonias

Este asunto tenía suma relevancia para la formulación de una política revolucionaria. En noviembre de 1938 se celebró en la residencia de Trotsky en Coyoacán una discusión en torno a las tareas de la revolución en América Latina. Charles Curtiss, representante del Secretariado Internacional de la IV Internacional para la sección mexicana, abrió el debate mencionando la incomprensión de los trotskystas locales respecto de la posición de Trotsky ante el gobierno de Cárdenas. Interpretaban que esa posición estaba determinada por el interés en preservar su condición de refugiado político. Curtiss explicaba que esta interpretación reflejaba el desconocimiento de la política que la sección mexicana debía adoptar respecto de la burguesía liberal, incomprensión que abarcaba la relación con el movimiento democrático en general. A su juicio, sólo si la revolución proletaria triunfase en Estados Unidos, sería posible saltar las etapas intermedias, pero en el presente el falso enfoque del problema democrático interponía obstáculos que tornaban prácticamente imposible desarrollar una política en el movimiento de masas. 

Trotsky se manifestó de acuerdo con el punto de vista de Curtiss y señaló que el esquematismo aplicado a la teoría de la revolución permanente, resultaba “extremadamente peligroso” para la política de la clase obrera. Los lineamientos generales de esa teoría habían sido formulados por Trotsky en el curso de los acontecimientos que precedieron y culminaron en la Revolución Rusa de 1905. En suma, el entonces presidente del Soviet de Petersburgo sostenía que la negativa de la burguesía liberal a hacerse cargo de las tareas de la revolución burguesa destinadas a poner fin al régimen zarista, desplazaba hacia el proletariado la responsabilidad política de incorporar a ese imperio multinacional, “cárcel de pueblos”, a la corriente de la historia. Coincidía con Lenin y los bolcheviques contra los mencheviques que deducían el papel directivo de la burguesía del contenido de las tareas, pero se diferenciaba de la fórmula de la dictadura democrática de obreros y campesinos, que los primeros atribuían al contenido del futuro gobierno provisonal. En definitiva, si la burguesía liberal se oponía a la revolución y el campesinado no estaba en condiciones de desempeñar un papel independiente, la realización de la dictadura democrática sólo tendría posibilidades de realización a través de la fórmula de la dictadura del proletariado, apoyado en el campesinado. Trotsky explicaba que la historia no sigue un curso lineal, ni necesariamente reproduce en los países atrasados de la periferia las etapas recorridas en los países avanzados. En las naciones del mundo colonial y semicolonial era especialmente perceptible el carácter desigual y combinado del desenvolvimiento histórico, incrustando énclaves de civilización burguesa en sociedades regidas por relaciones sociales de índole precapitalista. De forma tal, el papel de las clases sociales —esperable desde un punto de vista eurocéntrico— quedaba alterado por un desplazamiento singular de la relación entre clases y programas, abriendo un terreno nuevo a la lucha política y a la dimensión del concepto de hegemonía. La Revolución de Octubre fue la confirmación de estos lineamientos.

Sin embargo, en México Trotsky alertaba sobre la tendencia a abordar de manera abstracta el problema del salto de etapas, derivando en un planteo que pretendía saltar “por encima de la historia en general, y sobre todo por encima del desarrollo del proletariado”. Precisamente, su teoría tenía como condición para la superación de los límites burgueses de la revolución, la elevación de la clase obrera a una posición de hegemonía desde la cual asumir la representación de la nación. Esto es lo que había ocurrido en la Rusia que había emergido de la Revolución de Febrero. Ahí la clase obrera fabril, el movimiento de los soviets y el partido bolchevique, eran fuerzas político-sociales en condiciones de llevar la revolución hasta sus últimas consecuencias. No era la situación del México de Cárdenas, donde los trabajadores y los campesinos seguían a una jefatura burguesa y no existía un partido revolucionario en situación de luchar por el poder. Trotsky consideraba que por las traiciones y la inconsencuencia de la burguesía nativa, la Revolución Mexicana era una revolución inconclusa, e insistía que bajo tales condiciones la clase obrera estaba obligada a participar en la lucha por la independencia del país y por la democratización de las relaciones agrarias. Decía que si actuaba resueltamente en esta dirección, podía llegar al poder antes de que esas tareas hubieran sido realizadas, y en ese caso el gobierno obrero podía convertirse en la herramienta con la que habría de resolverse esas cuestiones. Había sostenido ya en vísperas de la Revolución Rusa de 1905, que las burguesías nativas de los paises atrasados eran incapaces de resolver las tareas democráticas. Este juicio era particularmente válido en América Latina, y de ahí deducía que en el curso de realización de esas tareas, había que oponer a la burguesía el proletariado, en especial en la lucha por la revolución agraria, ya que la clase que lograse el apoyo del campesinado sería la clase que gobernaría. Si ese apoyo lo lograba la burguesía el resultado sería un tipo de Estado semibonartista, semidemocrático con tendencias hacia las masas, como el que existía en México por esos días.


Revolución agraria y lucha antiimperialista

En consecuencia, el eje de las tareas democráticas era, en un país de mayoría campesina, la revolución agraria. Trotsky señalaba el carácter prioritario que revestía en el programa de transformaciones radicales la liquidación de formas feudales de explotación y de relaciones de corte esclavista que perduraban en el campo mexicano, así como la abolición del trabajo agrícola forzado y del cuasi patriarcal sistema de medianería. Puntualizaba que el campesino mexicano era aún más pobre que el ruso en la época de la Revolución de Octubre.
Desde su perspectiva, en los países latinoamericanos, la revolución agraria estaba indisolublemente ligada a la lucha antiimperialista. La importancia del asunto la puso de relieve en ocasión de la nacionalización de la industria petrolera dictada por el gobierno de Cárdenas en marzo de 1938. La expropiación de las empresas petroleras no era una tarea comunista ni tampoco socialista, sino una medida de defensa nacional de naturaleza marcadamente progresiva, que él, por su parte apoyó sin reservas a diferencia muchos socialistas y comunistas metropolitanos. A este respecto señalaba la posición de Mariane, una de las principales publicaciones del Frente Popular en Francia, para cuyos editores, en la nacionalización del petróleo el gobierno de Cárdenas no había actuado sólo: además de la intervención de Trotsky, la medida había obrado a favor de Hitler. Para la socialdemocracia y el stalinismo las luchas nacionales en las colonias y semicolonias debían subordinarse a las exigencias del enfrentamiento con el fascismo. En esos días en que Mariane acusaba a Cárdenas de estar bajo la influencia de Trotsky y Hitler, Maurice Thorez, secretario general del Partido Comunista francés, sostenía que “si el problema decisivo de este momento es la lucha contra el fascismo, el objetivo de los pueblos coloniales reside en su unión con el pueblo de Francia y no en una actitud que podría favorecer las maniobras del fascismo y colocar, por ejemplo, a Argelia, Túnez y Marruecos bajo el yugo de Mussolini o de Hitler o convertir a Indochina en una base de operación del Japón militarista”. Semejante política aplicada en las colonias y semicolonias, no podía dejar de tener resultados desastrosos. En la India, por ejemplo, ya iniciada la segunda guerra mundial, el Partido Comunista se sumó al esfuerzo bélico de Gran Bretaña, a pesar de que los dirigentes del Partido del Congreso estaban presos por reclamar la independencia. Terminó por perder todo vínculo con el movimiento de masas. Algo similar les ocurrió a los comunistas argentinos, empeñados en el combate contra el “nazi-peronismo”, de la mano de los imperialismos democráticos.


Naciones opresoras y naciones oprimidas

En este punto la nítida diferencia que Trotsky sostenía respecto al planteo de los partidos del Frente Popular reviste una importancia capital para dilucidar las cuestiones centrales de la revolución en los países atrasados. El antagonismo entre naciones opresoras y naciones oprimidas es, para el marxismo, la clave para interpretar el significado histórico de la presente época. “Desde esta perspectiva y solamente desde ella, debe ser considerando el problema tan complejo de fascismo y democracia”, sostuvo en septiembre de 1938. Las implicancias que se desprenden de este enfoque delimitan todo un campo de problemas políticos y teóricos de gravitante significación. En esos momentos Brasil estaba bajo un régimen que Trotsky caracterizaba como semifascista. Sin embargo, en el caso de que estallara una guerra entre el Brasil semifascista y la Gran Bretaña “democrática”, el deber de los revolucionarios era el de estar junto al país semicolonial. El conflicto no sería entre el fascismo y la democracia. En caso de que la victoria correspondiera al bando imperialista, Londres colocaría otro dictador en Río de Janeiro, mientras que si el vencedor fuera el país dependiente, el resultado favorecería el desenvolvimiento de una conciencia nacional y democrática que pondría fin la dictadura. A su vez, la derrota de la burguesía imperialista daría impulso a la lucha del proletariado británico. 


Desde esta posición Trotsky calificaba como quimérica, cuya única finalidad era la de engañar a las masas, la idea proveniente de los círculos de la intelligentzia, que postulaba la “unidad de todos los estados democráticos” contra el fascismo. Preguntaba por qué, si Gran Bretaña amaba tanto la democracia, no les daba la independencia a sus colonias; por qué Francia no hacía otro tanto con las suyas. En cambio, el gobierno británico prefería a Franco en España y rechazaba el gobierno de los obreros y campesinos, porque el “caudillo” era, en definitiva, un complaciente agente imperialista. Señaló que los gobiernos de Gran Bretaña y de Francia no se opusieron a la conquista de Austria por parte Hitler, pero que sí lo hubieran hecho si lo que estuviese en juego fuesen sus colonias. Sobre este asunto ningún revolucionario podía tener dudas. “Es imposible combatir el fascismo sin combatir el imperialismo. Los países coloniales y semicoloniales deben luchar antes que nada contra el país imperialista que los oprime directamente más allá que lleve la máscara del fascismo o de la democracia”.

La certeza de esta aserción la confirmaron los trabajadores argentinos en los primeros años de la década del 40, al resistir la presión de socialistas y comunistas para embarcarlos en el navío de la Unión Democrática en dirección al campo de batalla de las “democracias” imperialistas. “Las clases obreras y los pueblos de los países atrasados no quieren ser estrangulados ni por un verdugo fascista ni por uno “democrático”, anticipó Trotsky en un artículo fechado en agosto de 1938 bajo el título “El fascismo y el mundo colonial”. Más aun: “Estos ‘dirigentes obreros’ que quieren atar al proletariado al carro de guerra del imperialismo que se cubre con la máscara de la ‘democracia’ son ahora los peores enemigos y los traidores directos de los trabajadores”, escribió un mes más tarde durante una entrevista realizada por el dirigente obrero argentino Mateo Fossa. En los países de América Latina —explicaba— el camino más seguro para combatir al fascismo era el de la revolución agraria. Lo confirmaba en un cierto sentido el fracaso del levantamiento contrarrevolucionario del general Cedillo, aislado y sin base social debido a los avances de la política agraria del gobierno mexicano; y lo demostraban también, en sentido contrario, las crueles derrotas de los republicanos españoles, originadas en el congelamiento de la revolución agraria y del movimiento independiente de los trabajadores, resuelta por el gobierno de Azaña en combinación con Stalin.


Bonapartismo y revolución nacional

Durante los años 30 se había desarrollado en México un acelerado proceso de industrialización. En la primera mitad de la década la radicación de capital en las ramas fabriles se había duplicado, mientras que la producción se había incrementado en igual proporción y el valor de las exportaciones superaba en dos tercios el de las importaciones. El impulso fundamental de este proceso provino de capitales norteamericanos y en un grado menor de inversiones británicas, que centralmente se volcaron en las ramas extractivas y productoras de materias primas y semielaboradas y en la construcción de la red ferroviaria. Junto a la edificación de este aparato industrial se produjo un importante proceso de proletarización. A fines de los 30 un millón de asalariados formaban el contingente de la clase trabajadora, un quinto en el Distrito Federal.
En México el poder gubernamental no lo ejercía directamente la burguesía nacional, sino los cuadros de una pequeña burguesía nacionalista de origen civil y militar, que desarrollaba el programa de la reforma agraria, la sindicalización de los campesinos, las nacionalizaciones, la generalización de la educación pública y de los planes de salud en las capas populares, apoyados en el campesinado y el proletariado fabril. 

Trotsky vivió en México algo más de tres años y pudo estudiar las características del Estado de excepción que se había conformado desde mediados de los años 30, bajo el gobierno de Cárdenas. El asunto lo abordó en dos escritos: “La industria nacionalizada y la administración obrera” de mayo de 1939, y “Los sindicatos en la era de la decadencia imperialista”, redactado en agosto de 1940, días antes de su asesinato. En estos trabajos destacó que en los países atrasados el papel central en la vida nacional lo desempeña el capital extranjero. Su control de los resortes claves de la estructura económica impone una particular presión en las luchas políticas y sobre los programas gubernamentales. El hecho es que las corporaciones imperialistas proletarizan a una parte de la población, creando las condiciones para el surgimiento de un movimiento obrero que con el tiempo desenvuelve experiencias de clase, unifica sus fuerzas en organizaciones de masas y se lanza a la lucha política. En cambio, la burguesía nacional, flanqueada por el imperialismo y por el emergente movimiento de los trabajadores, es una clase orgánicamente débil, incapaz de conformar sus intereses como representación del interés general y de asumir, a través de representantes directos, el manejo de los asuntos públicos. Bajo estas condiciones Trotsky destacó que el gobierno oscilaba entre el capital extranjero y el capital nacional, entre la relativamente débil burguesía nacional y el relativamente poderoso proletariado. Esta particular circunstancia le otorgaba al gobierno un carácter bonapartista sui generis. El singular equilibrio que derivaba de esta correlación le permitía al gobierno elevarse hasta cierto punto sobre las clases sociales. Pero el grado de autonomía que de este modo alcanzaba encerraba la siguiente alternativa: o el gobierno se hacía cargo de los intereses del capital extranjero, imponiendo una férrea dictadura a las masas obreras, o giraba en sentido contrario y, apoyándose en los trabajadores, resistía las presiones del imperialismo. Trotsky señalaba que el gobierno mexicano se ubicaba en la segunda de esas variantes. Sus mayores conquistas eran las expropiaciones de los ferrocarriles y la industria petrolera. Destacaba que semejante régimen revestía un carácter oscilante. El empresariado nativo tenía un fuerte interés en el sostenimiento del mercado interno, pero esta posibilidad dependía en mayor medida del consumo de origen campesino. De forma tal, las expropiaciones de la reforma agraria, especialmente cuando afectaban al capital extranjero, favorecían en general a esas capas de la burguesía. A su vez, el régimen gobernante obtenía de esta forma el apoyo de los campesinos, y con ese apoyo estaba en condiciones de disciplinar a los obreros. 

Sin embargo, un gobierno de este tipo nunca podía estar seguro de hasta qué punto los industriales y comerciantes locales habrían de respaldarlo, o en qué momento el imperialismo decidiría una intervención. De ahí que, según los cambios en el balance del poder, se inclinara en una u otra dirección. El período en que el gobierno mexicano llevó adelante las nacionalizaciones y expropiaciones, fue el período en que la burguesía nacional intentó ganar una mayor independencia respecto al capital extranjero, y este propósito la había obligado a aproximarse a los obreros y los campesinos. En la medida en que su política la llevara a un enfrentamiento con el imperialismo y sus agentes nativos, Trotsky sostenía que el apoyo a sus medidas debía ser pleno, con la advertencia de que el partido revolucionario debía asegurar la independencia del programa y la libertad de crítica. También subrayaba que el apoyo a las medidas antiimperialistas no significaba la renuncia a la lucha por el poder, pero señalaba que para aspirar a conquistarlo, derrocando a la burguesía, el partido revolucionario debía ganar el respaldo del proletariado y de gran parte del campesinado. En el momento en que escribía estas líneas Trotsky pensaba que el gobierno de Cárdenas, posiblemente había alcanzado el límite de sus posibilidades.

Los sindicatos bajo el capitalismo de Estado

Al estudiar los problemas de la administración obrera en la industria nacionalizada, Trotsky explicó que las expropiaciones de los ferrocarriles y las empresas petroleras se inscribían en el marco de una política de capitalismo de Estado. Apuntaba que en un país semicolonial ese tipo de Estado se desenvuelve sometido a la presión del capital extranjero y de los gobiernos de los países imperialistas, de forma tal que para ganar cierto grado de autonomía se ve precisado a recurrir al apoyo de los trabajadores. Veía entonces en el gobierno mexicano lo que una década más tarde, con características propias, reproduciría en Argentina el gobierno de Perón, respaldado en las masas obreras, el ala nacionalista del Ejército y la burocracia estatal. Siguiendo su propio camino y organizado en torno a una estructura de poder de tipo bonapartista, el gobierno peronista de 1946 a 1955, desarrolló un programa de contenido nacional-democrático, llevando adelante las tareas que la burguesía nacional no estaba en condiciones de afrontar. En este caso la nacionalización parcial del comercio exterior y del sistema bancario, junto con una política redistributiva, fueron los resortes básicos sobre los que se erigió una estructura de capitalismo de Estado que le permitió, con el respaldo de los sindicatos obreros, resistir la presión del bloque terrateniente comercial y del capital imperialista durante una década. 

Pero un balance de poder basado en una solución de corte bonapartista encierra una suerte de dualidad. Por una parte el gobierno, mediante una serie de concesiones logra ganarse el respaldo de las masas obreras y campesinas y, en general, de capas no proletarias del campo popular. Pero por la otra, el apoyo que obtiene de la movilización de la clase trabajadora encierra el peligro de una radicalización que, según las circunstancias, pude poner en crisis los límites burgueses del programa nacional. Trotsky observó que en México el gobierno abordó este problema integrando a los dirigentes sindicales a la administración de las compañías nacionalizadas. Mediante esta medida lograba dos objetivos de suma importancia: se aseguraba un sólido punto de apoyo en una clase fundamental de la sociedad y, al mismo tiempo, establecía un férreo control sobre las organizaciones obreras. En la segunda mitad de los años 30, cuando se unificó el movimiento obrero en la CTM (Confederación de Trabajadores de México), la integración de los sindicatos a la estructura estatal había dado lugar a la consolidación de una burocracia corrupta e inescrupulosa, dispuesta a apelar a todo tipo de maniobras para mantener el poder. Sin embargo, las medidas democráticas y antiimperialistas del cardenismo encontraron en los sindicatos obreros la más sólida base de apoyo. 

Trotsky advirtió que la administración de las empresas nacionalizadas por parte de los trabajadores encerraba las más grandes oportunidades y los mayores peligros. Las posibilidades residían en el hecho de que los obreros, instalados en la dirección de ramas claves de la producción, lograsen establecer una lucha exitosa contra las fuerzas del capital y del Estado burgués. En cambio, el peligro consistía en el vínculo que se creaba entre los representantes sindicales y el aparato del capitalismo de Estado, vale decir en la transformación de los dirigentes obreros en rehenes del aparato estatal. Sin embargo este riesgo formaba parte de un peligro más general, consistente en la degeneración burguesa de los sindicatos en la época del imperialismo, fenómeno que podía apreciarse tanto en las viejas metrópolis como en las colonias y semicolonias. 

En su estudio sobre la situación de los sindicatos en la época del imperialismo, Trotsky apuntó que bajo el régimen de concentración impuesto por el capital monopólico, estrechamente vinculado al Estado, se había cerrado definitivamente a los sindicatos la posibilidad de aprovechar la competencia entre los distintos capitales, característica del período del capitalismo de libre concurrencia. Así como esa puja era cosa del pasado, de igual modo la democracia sindical había quedado sepultada bajo los cambios estructurales producidos en el patrón de acumulación. Trotsky señaló que en las colonias y semicolonias el imperialismo, junto con la proletarización de una parte de la población, crea un estrato de aristocracia obrera y de burocracia sindical, cuya aspiración es que el Estado desempeñe el papel de protector, de patrocinador y, a veces, de árbitro. “Esta es la base social más importante del carácter bonapartista o semibonapartista de los gobiernos de las colonias y de los países atrasados en general. Esta es también la base de la dependencia de los sindicatos reformistas respecto del Estado”, escribió. Observando este fenómeno a la luz de la experiencia que tenía a la vista, señaló que en México las organizaciones obreras se habían convertido por ley en instituciones semiestatales, y adquirido un carácter semitotalitario. Advirtió que bajo las condiciones de la administración obrera de las empresas nacionalizadas, los dirigentes sindicales se estaban transformando en agentes administrativos directos del Estado. 

Sin embargo, aún en el curso de una época histórica desenvuelta bajo el dominio del imperialismo, la suerte de los sindicatos no era inexorable. Podían efectivamente, convertirse en instrumentos de la burguesía para someter a las masas o, por el contrario, transformarse en una decisiva herramienta de clase, si los puestos de mando eran ocupados por los cuadros de una vanguardia revolucionaria que hiciera prevaler la completa autonomía respecto del Estado y de los aparatos ideológicos y partidos de la burguesía, y la más plena democracia obrera en la vida sindical. Que la lucha se resolviese en uno u otro sentido dependía de la gravitación política que alcanzase a ejercer el partido de la clase trabajadora.

“Si hubiera de comenzar otra vez…

Las líneas de este manuscrito, posiblemente de las últimas que escribió Trotsky, fueron encontradas tras su muerte a manos de un sicario stalinista el 21 de agosto de 1940. En ese año la época de reflujo de los movimientos revolucionarios y de las luchas populares y democráticas, parecía haber alcanzado su clímax. En Alemania, Austria y Checoslovaquia bajo el dominio del nazismo y en Italia bajo la dictadura del fascismo, los trabajadores habían sufrido crueles derrotas y los sindicatos estaban desmantelados. En Francia el gobierno del Frente Popular se había desmoronado sin remedio. En España el franquismo había derrotado una revolución que antes el stalinismo se había encargado de desarmar políticamente. En la Unión Soviética el último de los procesos de Moscú habían terminado en 1938, enviando a la muerte a los representantes que aún quedaban de la vieja guardia bolchevique, víctimas de las más burdas difamaciones. En una sociedad muda e inmovilizada, en medio de un silencio sepulcral, reinaba Stalin, jefe de una burocracia estatal y partidaria completamente extraña a la Revolución de Octubre. En el resto de Europa las democracias liberales se debatían en la decadencia y la impotencia.
Sin embargo, las condiciones de derrota y retroceso general no impidieron que hasta el fin de sus días Trotsky mantuviera firme sus convicciones y su confianza en la victoria final. Esperaba que la guerra mundial en curso, al igual que la de 1914, abriera una nueva era de revolución. Desde esta perspectiva, y convencido de que el reflujo de la clase obrera en buena medida era producto de la ausencia de una dirección revolucionaria, impulsó la fundación de la IV Internacional sobre la base de pequeños grupos militantes en un puñado de países. En mayo de 1940 en un manifiesto escrito a propósito de la guerra imperialista y la revolución mundial dejó constancia de esta confianza, y señaló significado que las luchas emancipatorias habrían de adquirir en Latinoamérica: sólo la unidad de los Estados de Centro y Sudamérica en una poderosa federación podría quebrar el atraso y la dependencia que aprisionaba a la región. Sin embargo no serían las burguesías locales, enfeudadas al capital extranjero, sino el joven proletariado el que consumaría la tarea bajo la fórmula de los Estados Unidos Socialistas de América Latina. 



En esos días trágicos, a quienes habían perdido la confianza en las posibilidades históricas de la clase trabajadora y en la viabilidad del socialismo, les señaló que cuando se trata de los cambios más profundos en los regímenes sociales y culturales, veinticinco años en la balanza de la historia pesaban menos que una hora en la vida de un hombre. Qué valdría un hombre que a causa de los reveses sufridos en una hora o en un día, renegase del propósito que se había fijado en base a toda la experiencia de una vida, les preguntó. Pocos meses antes de morir escribió en su testamento: “Durante cuarenta y tres años de mi vida consciente es sido un revolucionario, y durante cuarenta y dos he luchado bajo la bandera del marxismo. Si hubiera de comenzar otra vez, trataría… de evitar tal o cual error, pero el curso general de mi vida permanecería inalterado. Moriré siendo un revolucionario proletario, un marxista, un materialista dialéctico y, por consiguiente, un ateo irreconciliable. Mi fe en el futuro comunista de la humanidad no es menos ardiente, sino más firme hoy, de lo que era en los días de mi juventud”.

Fuente: OBC
Investigado P. Damián Bermeo

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